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Luis Antonio Alías
Jueves, 25 de junio 2015, 00:57
Choni de mar y rolliza de taberna, gusta de las fogueras, el espeto y la rebanada, que por San Juan la sardina moja el pan. En verano se maquea brillante, refrescante y oronda, y gusta de chistes pícaros y aire libre: «las tres efes de la sardina, frescas, fritas y frías». La sardina, así llamada por creer los antiguos que sus bancadas recorrían el Mediterráneo desde una secreta cueva en Sardinia o Ceredeña a la que retornaban con los fríos invernales para aparearse y desovar, nunca gozó de grandes consideraciones: abundante y económica, apenas salía de las villas costeras y las familias humildes. Tras la pesca, su lozanía y fragancia se apaga en horas.
Paliando el inconveniente, la salazón, el ahumado, la vinagreta, el escabeche y el aceite, lograron llevarla hasta las plazas más recónditas del interior sin tocar las mesas de alta cuna: «Cuando volvía de visitar a mi madre en Cudillero, traía un barril de sardinas salonas que mis clientes tomaban encantados entre buenos tragos de tinto; se las servía envueltas en papel de estraza, y ellos las aplastaban de un puñetazo sobre la barra para desmigarlas luego con los dedos», recuerda el anciano fundador de la madrileña Casa Luiña.
Y también convocaba reuniones llanas y cantarinas en taberna a pie de puerto o en barrio fabril: «una sardina, una sola, encierra todo el sabor del mar, pero nunca se debe comer menos de una docena. (Además) no es para tomar en el hogar con la madre virtuosa de nuestros hijos, si no fuera, con la amiga golfa y escandalosa: las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas ya no podrán respetarse mutuamente», aseveró Julio Camba.
Dícese que los vecinos de Tazones se las ofrecieron al recién desembarcado Carlos I; el joven emperador, complacido por la desconocida gollería, la quiso en palacio, algo que sus consejeros, viéndola demasiado vulgar, rechazaron. El penetrante y persistente olor que suelta, ora delicioso, ora excesivo y capaz de resucitar al Don Gato de la canción infantil, le cerró puertas en cocinas pudientes y restaurantes finos. Y no faltaron melindres contra el «insoportable olor sardinero que impregna cada rincón de Cimadevilla», ni prohibiciones por secarlas bajo ventanas y corredores.
Pero la burguesía, que imitaba a desgana los refinamientos gastronómicos nobiliarios y siempre que podía volvía al pote, los callos y las empanadas de sus orígenes, pronto quedó seducida: el tren puso a pocas horas Gijón de Madrid, y ciudadanos adinerados de la Villa y Corte, cansados de cuisseau de veau braisé aux celeris ravés o de feuillete de fruits de mer, optaron por los suculentos fogones plebeyos. Las consecuencias para los pescadores asturianos resultaron calamitosas: los intermediarios recibieron orden de comprar cuanta sardina entrara en puerto para expedirla de inmediato a la capital del Reino, provocando un fuerte remonte de precios:de 5 a 25 céntimos la docena en un año, de 1908 a 1909. El general desabastecimiento provocó violentas manifestaciones obreras y los ayuntamientos de Gijón, Avilés y otras villas pesqueras decidieron restringir las exportaciones, «pues deben satisfacerse antes las imprescindibles necesidades de la población».
La sardina en costa, como la castaña en interior, alejaba al terrible jinete del hambre: «gran cantidad de sardina, los pescadores no pasarán necesidades», o «hace días que las redes no atrapan sardina alguna y la subsistencia de nuestros obreros del mar toma tintes pavorosos», eran noticias frecuentes hace un siglo. ¿A 25 céntimos la docena en 1905? ¡Qué escándalo! ¡El pan de los pobres convertido en manjar de ricos!
¿Hasta 18 euros el pasado verano a pie de playa?¡Qué escandalo también! ¡De saldo a lujo!
Lujo, sí. Pero necesario por la calidad de sus grasas, que reducen eficazmente los niveles de colesterol malo y los peligros cardiovasculares derivados de su acumulación.
Y si de virtudes hablamos, para virtuosas las sardinas cantábricas, las freskues que lleva la vendedora arremangada desde Santurce a Bilbao, las que pusieron nombre a la santanderina playa del sardinero, las de «¡muyeres, sardines, que tan vives y reblinquen!» de las pescadoras de Cimavilla y Sabugo; allá alaben los levantinos las mediterráneas, que nuestras aguas, mas frías y batidas, incrementan esencias, tamaños y sabores. De cualquier manera «no hay sardina mala, ni la puede haber, que la vil para comer es cordial para beber». Y las seis recetas que nos propone preparar el chef Fernando Viñuela solo proporcionan cordialidad.
Sardinas en salazón con vinagreta
Ponemos los lomos (la piel va hacia arriba) sobre una capa de sal gorda y los cubrimos seguidamente con otra similar capa de sal. Dejamos que maceren como mínimo una hora. Luego los lavamos bien bajo un chorro de agua retirándoles la sal y disponiéndolos en una fuente. Aderezamos con un chorro de oliva y una vinagreta de cebolla, pimiento rojo, pimiento verde y huevo duro.
Sardinas marinadas
Marinamos lomos de sardina en zumo de lima, zumo de naranja, un poco de sal y un chorro de agua durante un par de horas. Pasado este tiempo los escurrimos, secamos suavemente con papel o un paño de cocina y los disponemos en una fuente. Les añadimos cebollino bien picado y tomate fresco triturado a cuchillo. Y un chorro generoso del mejor aceite de oliva virgen.
Hojaldre de ahumadas con ahumado de Pría
Damos forma al hojaldre (estirado y doblado a mano o con masa congelada para ahorrar fatigas) eligiendo un molde. Por otro lado, desleimos en nata queso ahumado de Pría. Y asamos pimientos y cebolla en el horno para una piperrada. Disponemos en el interior del hojaldre la crema de queso, luego la piperrada y de final un lomo de sardina ahumado lento a baja temperatura.
Sardinas asadas en tosta con alioli y lombarda
En el horno a 180 grados hacemos las sardinas enteras veinte minutos. Por otro lado, troceamos la lombarda en tiras que hervimos apenas dos o tres minutos antes de saltearlas en oliva con un poco de ajo. Montamos el alioli y hacemos unas tostadas de chapata. Presentamos las tostadas untadas de alioli y acompañadas con una ensalada de lombarda y una sardina asada.
Sardinas rebozadas rellenas de queso La Peral
Desescamadas, retiradas la cabeza y la punta de la cola, limpias y abiertas, sazonamos las sardinas antes de rellenarlas con un trozo adecuado de queso La Peral. Cuidando no se abran, las pasamos primero por harina y luego por huevo, depositándolas en una sartén que tenga aceite de oliva abundante y muy caliente. En cuanto doren las escurrimos, retiramos y servimos con ensalada.
Rollitos de tartar de sardinas
Picamos lomos completamente limpios de escamas y espinas junto con yema de huevo, salsa perrins, mostaza, aceite de oliva, un poco de ajo, pimenton, cebollino, hinojo, tomate rallado, lima, kétchup y aceitunas negras;que todo adquiera la fina consaistencia del tartar. Dejamos que macere, luego colocamos cucharadinas sobre láminas filo, enrollamos dándole aspecto de caramelo y lo freímos en aceite de oliva virgen muy caliente. Servimos de inmediato.
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Cristina Cándido y Álex Sánchez
Rocío Mendoza | Madrid y Lidia Carvajal
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