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Schumacher el supercampeón de la Fórmula-1 que fue Príncipe de Asturias

Schumacher el supercampeón de la Fórmula-1 que fue Príncipe de Asturias

Su padre le regaló un coche de pedales y ganó siete títulos mundiales de Fórmula-1, pero él siempre quiso ser mucho más

Javier Barrio

Lunes, 16 de junio 2014, 15:06

Tiene esa faceta especial que los Premios Príncipe de Asturias reclaman a los deportistas galardonados. Conjuga el éxito con otros valores. El público le coronó rey del automovilismo moderno. En Alemania e Italia es un ídolo. En Ferrari, una institución. Pero oculta celosamente su vida personal.

Así es la leyenda del kaiser. Desde hace años, el nombre de Michael Schumacher no deja indiferente a nadie. Hay muchas imágenes del alemán que han quedado almacenadas en el recuerdo. El ahora patrón de Renault Flavio Briatore fue el encargado de anunciar su llegada a la parrilla de la Fórmula-1: «Es un joven piloto muy ambicioso. Será campeón». Fue una frase premonitoria de uno de los mejores conocedores de este deporte. El italiano anunciaba la irrupción en la pista del piloto más controvertido y laureado de la historia. Llegaba el campeón de la revolución, el hombre que lideró la transición de los monoplazas convencionales a la era digital.

En la trayectoria de Michael Schumacher la polémica ha sido una constante, aunque nunca ha conseguido restar protagonismo a sus victorias, ni ha empañado su reconocido talento como piloto. Pero está ahí. Es la faceta oscura del barón rojo.

Para el recuerdo queda el Gran Premio de Australia de 1994, donde Schumacher, en la última prueba del año, contaba con un sólo punto de ventaja sobre su inmediato perseguidor, el británico Damon Hill. A mitad de carrera, el coche del alemán se salió de la pista, topó contra un muro y fue rebotado de nuevo a la pista donde colisionó con el Williams de Hill. Tras el accidente los dos bólidos quedaron averiados y no pudieron continuar. Schumacher fue proclamado campeón del mundo, pero numerosas voces de la F-1 se alzaron contra un piloto al que el suceso no le afectó en absoluto. Aparentemente, no sentía ni padecía. Su forma de conducir era temeraria, pero muy precisa. El piloto robot, como se le comenzó a llamar por su aparente frialdad, había escrito la primera página de su leyenda.

Posteriormente, en la temporada 1997, colisionó en la última carrera contra el coche de Jacques Villeneuve, que a la postre se coronaría como campeón mundial. Ocurrió en el Gran Premio de Europa de 1997, disputado en Jerez. Schumacher contaba con un solo punto de ventaja sobre el canadiense. Villeneuve acosó a Schumacher y, en el momento en que le adelantaba, Schumacher se lanzó contra él. Como resultado de la colisión, el monoplaza del alemán quedó inservible y tuvo que retirarse. En cambio, Villeneuve pudo continuar y adjudicarse el título mundial. La FIA apreció intencionalidad en la maniobra de Schumacher y le sancionó con la anulación de los 78 puntos que había conseguido aquel año.

Resulta paradójico. Una persona con una ambición que no conoce límites, un piloto que no dudaba en colisionar contra el monoplaza que amenazaba sus intereses y que, a la vez, es capaz de destinar 10 millones de dólares a los damnificados por el tsunami que arrasó, a finales de 2004, el sudeste asiático. En esa catástrofe, además, murió un amigo del piloto junto con sus dos pequeños hijos. La tragedia mostró la otra cara del campeón.

Su vida es irrepetible. Su carácter también. No habrá otro kaiser. En 2003, supo que su madre había muerto pocas horas antes de la carrera en el circuito de Ímola. Michael guardó sus emociones, ganó y lloró en el podio. Otro no hubiera tomado parte en la carrera, pero Schumacher quiso ofrecerle su particular homenaje. El último. Hizo lo que mejor sabe hacer y volvió a ser el primero. Le dedicó una victoria. «Así se porta un campeón», reconocieron ese día algunos pilotos.

Respetado por todos

Le han tildado de piloto duro. No obstante, todos le respetan. De hecho, Fernando Alonso, su enemigo en los últimos tiempos, fue el primero en felicitarle tras conocer el fallo del jurado del Premio Príncipe de Asturias de los Deportes: «Me alegro mucho de la concesión del Premio a Michael Schumacher. Me alegro por él, es un gran campeón y lo merece; me alegro por mi deporte y me alegro por los Premio Príncipe de Asturias por incluir a Michael Schumacher entre sus galardonados». No hay duda de que el alemán es especial, como su historia. El barón rojo de la F-1 nació en la pequeña localidad de Hürth-Hermülheim en 1969. Como muchos en su profesión, el gen de la velocidad lo recibió de su progenitor, propietario de una pista de karts. Él le regaló un coche de pedales su primer volante cuando sólo tenía cuatro años.

Muy pronto se le quedó anticuado su primer monoplaza. Faltaba algo. Por eso, su progenitor le acopló un pequeño y viejo motor. Schumacher practicó con aquel artefacto durante un tiempo, hasta que su padre le regaló un kart de verdad, con el que a los quince años se proclamó campeón júnior de Alemania. modalidad en la que a los seis años ya ganaba competiciones.

Los éxitos lo apartaron de las aulas y se empleó en el taller mecánico del concesionario Volkswagen, de su ciudad natal. En 1984 se proclamó campeón alemán júnior de karts y al año siguiente subcampeón mundial. En 1987 obtuvo los títulos de Alemania y de Europa.

Tras lograr varios títulos en las distintas categorías en las que fue progresando, en 1990 consiguió el campeonato alemán de Fórmula 3 y en 1991 fue cuarto en las 24 horas de Le Mans. Debutó en la Fórmula-1 ese mismo año y consiguió su primera victoria oficial en Bélgica. En su carrera, ha vencido en 91 grandes premios. Imperturbable, calculador e imbatible en la pista ha demostrado su humanidad fuera del circuito. Por eso es único.

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