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RAMÓN AVELLO
OVIEDO.
Jueves, 7 de septiembre 2017, 02:33
En el 2013, la Ópera de Oviedo programó la representación integral de 'El anillo del nibelungo', la tetralogía wagneriana estructurada en un prólogo, 'El oro del Rin', y tres jornadas, 'La Valkiria', 'Sigfrido' y 'El ocaso de los Dioses'. Y ayer se representó en el Campoamor la segunda, 'Sigfrido', el drama musical de Wagner con el que se abrió, con las entradas prácticamente agotadas, la 70 Temporada de Ópera de Oviedo. Y, aunque entre el público, finalmente, no se encontraba el ministro de Cultura, Íñigo Méndez de Vigo, que había confirmado inicialmente su presencia, su ausencia no empañó un estreno brillante.
'Sigfrido' es una ópera larga -con los dos descansos de veinticinco minutos, supera las cinco horas de representación- y compleja. Y cada uno de los tres actos en los que se estructura la obra forman un gran bloque sinfónico dramático, precedido de un preludio orquestal.
La fusión de música y palabra ideada por Wagner, la obra artística total, se refleja en 'Sigfrido' por el recurso incesante al recitativo continuo, la declamación intermedia entre el canto y la palabra, que ocupa gran parte de las intervenciones vocales de la obra salvo los llamados 'cantos de la forja', en los que Sigfrido reconstruye animadamente la espada de su padre Sigmundo, o el incendiario lirismo del tercer acto, con el idilio de Sigfrido y Brunilda, la declamación vocal, apoyada y sostenida sobre un tejido de motivos centrales orquestales.
La variedad de paisajes y ambientes de 'Sigfrido' -grutas, bosques, parajes agrestes y cimas montañosas- hacen de la escenografía de esta ópera prácticamente un imposible. El director de escena, Carlos Wagner, conocido en Oviedo por su versión de 'El Duque de Alba', de Donizetti, solventa este problema escénico con sobriedad -de hecho, la ópera está semiescenificada- e ingenio. Carlos Wagner utiliza un espacio neutro, vacío, para recrear sobre él una dramatización centrada en dos puntos: la proyección de imágenes por medio del vídeo mapping y los movimientos y gestos de los protagonistas.
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Los cantantes están en la parte delantera del escenario, ocupando también parte del patio de butacas (de hecho, la presentación de Wotan se realiza por la entrada al teatro), mientras que la orquesta está sobre el escenario, no en el foso. Y, a pesar de eso, está muy bien controlada.
Las imágenes, muchas de ellas proyectadas en tres dimensiones, suelen ser de carácter alegórico (el juego de cartas que representa el destino) o descriptivo (el anillo, la espada, el herrero). Con un único inconveniente: una luz de fondo que resulta muy molesta en el patio de butacas. Especialmente, cuando incide sobre los hologramas.
Guillermo García Calvo es el director que más veces ha dirigido a Richard Wagner en Oviedo y hace una versión muy interesante de esta ópera. Su particular idilio con la Orquesta Sinfónica de Asturias (OSPA) comenzó con 'Tristán e Isolda' y continuó con 'El oro del Rin' y 'La Valkiria'.
La primera gran novedad sinfónica de este de 'Sigfrido' es que, en vez de recurrir a una versión orquestal reducida, se interpreta con todo el elenco musical -ciento seis músicos- de la partitura original.
Para ello, además de con la OSPA, se cuenta con la orquesta Oviedo Filarmonía. Y la última vez que estas dos agrupaciones habían tocado juntas fue a principios del verano pasado, con la versión de la 'Segunda Sinfonía, Resurrección', de Mahler, dirigida por Pablo González. Se puede decir que, para bien, llueve ahora sobre mojado.
La dirección de García Calvo es, en primer lugar, de gran claridad en los motivos y tiene un control muy claro de las dinámicas, lo que favorece a los cantantes. Y, en segundo lugar, tiene una homogeneidad global en todas las familias difícil de conseguir cuando se parte de dos orquestas diferentes.
El reparto vocal también brilló con una digna altura wagneriana. Alicia Amo, dando voz al pájaro del bosque, cantó con naturalidad desde la delantera de entresuelo. Tiene una voz de soprano muy clara y, sin duda, a la jovencísima cantante le espera una carrera prometedora.
La contralto Agnes Zwierko fue una Erda, diosa de la tierra, contundente. Andrea Mastroni como Fafner, un bajo poderoso que proyectó su voz desde el final del teatro a todo el patio de butacas. Cumple muy bien su papel de gigante cansado y comprensivo.
También cabe destacar en el segundo acto la breve actuación del barítono bajo Zoltan Naggy como Alberico, el rey de los nibelungos, rotundo. Johannes Chum encarna fue un Nime de rasgos expresionistas. La voz, en ocasiones, le falló ligeramente, pero es un excelente actor.
Béla Perencz dibuja un Wotan de contornos románticos que hace todas las entradas y salidas desde el patio de butacas, convertido en continuidad del escenario. Encarna la idea del dios cansado que ya no se puede rebelar contra el destino y lo hace de una manera muy dramática y ligeramente parsimoniosa.
Maribel Ortega es una sólida Brunilda. Coprotagoniza y aporta el complemento lírico a una ópera que a veces peca de cierta abstracción. Finalmente, Mikhail Vekua, además de ser un atleta que canta durante tres horas largas, es un buen tenor wagneriano. De las facetas de su voz, la más llamativa son los momentos de lirismo, cuando recuerda a su madre o, sobre todo, la grandiosa escena de amor que llega la final del tercer acto.
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