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PPLL
Jueves, 1 de octubre 2015, 00:14
Cadáveres llegaron a la playa.
Todo estaba tranquilo: el mar en calma,
los niños con juguetes,
los bañistas absortos en sus sueños,
en la pereza azul de los veranos,
en el golpe apacible de las olas,
en su rumor de vagas lejanías.
Los cuerpos irrumpieron de repente:
trozos de carne muerta, descompuesta
en medio del sopor, de la aventura
que prometía el mar.
Los rodearon todos:
los niños con juguetes, los bañistas,
policías y médicos movidos
por un afán inútil de hacer algo.
Un niño tocó un cuerpo.
Luego empezó a llorar.
Es la primera vez que ve la muerte,
dijo su madre mientras lo alejaba.
Su llanto contagió a los otros niños,
pequeño coro de tragedia griega.
Negros, lustrosos como el mar, los cuerpos
sin culpa y ya sin hybris, hoy parecen
las víctimas de un turbio sacrificio.
Y es la playa un altar improvisado.
Pero, ¿quién ofició la ceremonia?
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