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Gil Parrondo, en Gijón, donde recibió el premio de honor del FICX.
«Entusiasmo, disciplina y amor»

«Entusiasmo, disciplina y amor»

Con el optimismo contagioso de un principiante, nunca perdió ni la humildad ni el entusiasmo

ALEJANDRO CARANTOÑA

Lunes, 26 de diciembre 2016, 02:44

La mera presencia de una persona con noventa años a las espaldas y setenta de carrera profesional impresiona. Pero si además ese perfil es el de Gil Parrondo, quedaba colmado el Hotel Asturias aquella fría tarde de noviembre de 2012, con solo entrar al que fuera escenario de 'Volver a empezar' treinta años antes, con mirar en torno y organizar la fotografía de la entrevista con tino y tranquilidad. «Qué bonito han dejado esto», repasaba.

Andaba cansado por el agasajo de recibir el Premio Honorífico del Festival Internacional de Cine de Gijón. Tenía 91 años. Lo habían advertido, de hecho, antes de comenzar la entrevista, y todo hacía prever que sería breve y correcta y ya está, pero no fue así: desbordaba. Gil Parrondo era de esas personas que parecen ir guardando energías, con una economía del gesto y la palabra que hacía imposible no escucharle con atención: movía las manos con la claridad de un mago y respondía las preguntas con el mismo cuidado con el que tomaba asiento, rellenaba su vaso, masticaba las respuestas y las plantaba sobre la mesa. Estaba sentado en el comedor del hotel, hecha la foto, dándole sorbos a un gin and tonic como si fuera el filtro de la eterna juventud. No se daba importancia, ni a sí mismo ni a los cientos de trabajos que llevaba a cuestas, algunos de una magnitud insólita: no dejaba de ser un técnico apasionado por su trabajo con el don y la virtud, encima, de poder hacer «magia». Era lo que repetía constantemente, junto con el tridente infalible del éxito: «entusiasmo, disciplina y amor», al tiempo que distribuía mérito entre sus colaboradores.

Que Gil Parrondo se apagase el sábado, día de Nochebuena, a los 95 años, tiene un ineludible componente de tristeza, de nostalgia por el fin de una vida brillante y de una carrera inspiradora; pero también un componente de vértigo para las generaciones de creadores que apadrinó: les ha dejado el listón altísimo. Era el primer y último exponente de una escuela y un oficio artesanal, esplendorosamente alineado con la manera de hacer cine de los años 50. Cuando lo que se hacía en España podía llamarse «industria» con todas las letras, y Hollywood se arreaba codazos por hacer películas aquí, por hacerlas con él.

La humildad de Gil Parrondo le impedía referirse a su trabajo como otra cosa que no fuera puro oficio, o como un regalo inopinado y feliz. Ese optimismo contagioso, esa eterna sensación de ser un principiante entusiasmado tiene su reflejo en la generosidad con la que siempre permitió asomarse a su magisterio: asistir a la pulcritud de su letra, al orden impecable de sus carpetas y planteamientos, a la ausencia total de explicaciones técnicas para dar paso a algo mucho más orgánico, imbricado sin costuras en su propia forma de ser.

La otra palabra que repetía todo el rato era «sencillo». Sencillez aparente, que en realidad tenía que ver con la solidez de su formación y con la ingente experiencia acumulada. Había sustituido «envidia» por «optimismo»; «imposible» por «complicado»; y había erradicado la queja de su léxico. De esa actitud vital se desprendía, entonces, una placidez calma que posiblemente explicase su longevidad. Siguió activo hasta el último momento, y de hecho deja proyectos inacabados -como uno sobre Machado-. No logró cerrar una despedida de carrera, un cierre completo y rotundo. Tampoco se esforzó mucho por hacerlo: quizás no fuera posible que concibiera la jubilación hasta que no fuese forzosa y definitiva.

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