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PACHÉ MERAYO
Viernes, 13 de mayo 2016, 00:30
Un pequeño de pantalón corto y peto con aires austriacos que se llama Hans. Sus hermanos, su padre y su madre. También su tiempo y su ciudad. El Berlín de los veranos previos a la segunda Guerra Mundial. Todos podían ser verdad, pero son inventados. Nacieron en las manos de Federico Granell (Cangas del Narcea, 1974), que hoy los presenta como un sorprendente relato visual en la gijonesa galería Gema Llamazares. Allí, entre sus paredes, muestra cuadro a cuadro, escultura a escultura, su peculiar mundo ensoñado. Limpio, romántico, nostálgico y lleno de fortaleza e intención de salvar la memoria y luchar contra el olvido, fue gestado en tinta, primero. En óleo y volúmenes, después. Cuenta Granell que en la génesis de esa vida inventada está el encuentro casual en un rastrillo de París de un viejo álbum de fotos «sin fotos». «Entre sus hojas empezó toda esta historia», porque, «aunque no tenía imágenes, probablemente habían sido perdidas o destruidas, sí conservaban sus páginas títulos y referencias a algún viaje».
A ese álbum, que ahora espera miradas también en la galería, fueron a parar las primeras tintas que salieron de su estudio. Ocupando los antiguos huecos despoblados aparecen ahora las primeras estampas de familia ensoñadas por el joven y premiado creador asturiano. 'Summer 1935' titulan en letra dorada -conservada desde entonces- las primeras pequeñas ventanas que Granell abre a su mágico universo. 'Berlín, 1936' encabeza otra serie, que a él se le antoja destinada a retratar la ciudad en plena efervescencia olímpica. Pero las secuencias del pasado imaginado no se quedan solo en miniaturas enganchadas al álbum berlinés encontrado en París.
Saltan de sus páginas y se hacen cuadros llenos de color, rotundas instalaciones, esculturas que emiten humo o muestran sus salitas interiores y hasta una lluvia de relojes, que lanzan sobre un pequeño Hans escultórico «un mensaje que habla del viaje al pasado, el tiempo que transcurre, la memoria que se escapa».
Y por si las colecciones pictóricas y escultóricas no tuvieran, que la tienen, suficiente capacidad para narrar la vida inventada de Hans y su familia alemana, Granell suma a sus recuerdos filiales una vajilla completa con sus fondos de plato pintados con recuerdos que pudieron haber sido. Unos y otros, envueltos en una atmósfera que, a ratos tiene «toques surrealistas», en palabras del propio creador, y que en todo caso se carga de magia y sueño, llevan en sus rasgos meses y meses de intenso trabajo.
«Desde que hallé el álbum de fotos no he podido parar de imaginar la vida que un día, pienso, pudo habitar sus páginas», dice. Y añade: «Ha sido una labor minuciosa e intensa, en la que he tenido, además, que investigar mucho sobre aquel Berlín de los años treinta».
Aquella ciudad, que se supone cobijó la verdadera historia de quien un día confeccionó con mimo el viejo álbum berlinés al que Federico Granell a dado nueva vida, nueva atmósfera y hasta un escenario casi teatral, que casi con absoluta seguridad nunca tuvo. Con él, como un abrazo de un presente real, permanecerá hasta el 15 de julio.
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