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GUILLERMO F. BUERGO
Domingo, 8 de junio 2014, 01:44
Entre 1850 y 1950, fueron 300.000 jóvenes asturianos los que emprendieron el camino de la emigración ultramarina con la mirada puesta en Cuba y México, principalmente. Partían en busca de mejores horizontes económicos y las estadísticas aseguran que sólo el 5% de ellos consiguieron hacer realidad aquellos sueños monetarios con los que habían marchado. La mayoría no regresó nunca a sus patrios lares. Y fueron unos pocos los que contribuyeron a mejorar las infraestructuras de sus lugares de nacimiento. Esos son los indianos de ida y vuelta.Los emigrantes triunfadores de la primera oleada, los que marcharon en la segunda mitad del siglo XIX, financiaron en sus localidades de origen escuelas, fuentes, traídas de agua, cementerios, caminos públicos, monumentos, parques, casinos y carreteras. Pero al haber salido de su aldea carentes de instrucción, la principal preocupación del indiano opulento fue la de abrir escuelas y colegios en sus lugares de procedencia. Conocían en carne propia que la educación iba a ser la principal herramienta redentora de la miseria para aquellos vecinos dispuestos a tomarles el relevo generacional.
Define Covarrubias a los indianos como aquellos hombres que «se fueron a las Indias y volvieron ricos». Y aunque no todos los que se fueron tenían el mismo perfil, sí había rasgos bastante comunes. La mayoría marchaba de forma individual y espontánea; eran varones con una media de edad de 15 años; partían carentes de instrucción, y una vez en América cambiaban el azadón por actividades comerciales, la banca, el ferrocarril y, en el mejor de los casos, la agricultura extensiva, frente a la servidumbre feudal o las subdivisiones territoriales que dejaban en España a la muerte del padre de familia.
Al llegar a tierras de promisión, lo fundamental era incorporarse de inmediato a un grupo de parientes o compatriotas. Durante no menos de cinco años realizaban el aprendizaje, entraban en círculos de relaciones sociales y los que demostraban aptitudes fundaban su propia empresa, frecuentemente con el apoyo financiero de un tío o un socio comercial. Y bajo esta dinámica hubo emigrantes enriquecidos que prestaron una cariñosa atención a su tierra de procedencia, con especial interés a inversiones en centros educativos y a instituciones en beneficio de las personas más desfavorecidas.
Por esa línea, la localidad peñamellera de Suarías rendía ayer un cálido homenaje a Fernando de la Vega Corces, un emigrante a Chile que costeó las escuelas de su pueblo natal y se hacía cargo del salario del maestro. Colaboró con generosidad en la construcción de la carretera de acceso a Suarías y, en 1888, en época de hambruna, ordenó repartir cuatro celemines de trigo entre cada vecino de Panes, Cimiano y Suarías.
La biografía de Fernando de la Vega es digna de un guión cinematográfico. Nacido el 20 de julio de 1824, con 12 años se embarcaba en Santander, solo, rumbo a Perú. Un viaje accidentado le aconsejó abandonar el barco en el puerto chileno de Valparaíso y fue recogido por José María Bravo, un español con el que no le unía ninguna relación. Cuatro años más tarde, Bravo le casaba con su hija, María Bravo Contreras, y de aquella unión nacieron 17 hijos. Hoy en Chile hay más de mil descendientes de aquel prolífico matrimonio.
Fernando de la Vega compró en Valparaíso la mercería El Aguila y transformó el negocio en una ferretería. En años sucesivos, reclamó la presencia en Chile de hermanos, sobrinos, primos y vecinos de Suarías. En manos de ese entramado familiar se encuentra en la actualidad el 90% de los negocios vinculados con el rubro ferretero del país.
Para descubrir una placa en aquella vieja escuela de Suarías, hoy sede del Archivo Carlos Jeannot, se encontraba ayer en el pueblo su tataranieta Luisa Avendaño de la Vega, quien llegó acompañada por su marido, Eduardo Gálvez, embajador de Chile ante la Organización de Naciones Unidas (ONU).
En Piloña todavía goza de recuerdo imperecedero el lugareño Juan Blanco Pérez, un indiano de los siglos XVII y XVIII, que en su testamento legó 83.000 pesos para la construcción del céntrico edificio conocido como la Obra Pía, una institución que cumplió a la perfección los objetivos de centro cultural y educativo. Andrés Martínez, cronista oficial de Piloña, sostiene que fue «una institución pionera e innovadora en el mundo educativo porque seguía los principios de la Ilustración: Fomentar la sabiduría del pueblo para obtener la felicidad». Allí cursaron miles de piloñeses estudios de primeras letras, latín, moral, arte y oficios varios. Del primitivo edificio de la Obra Pía se conserva la torre y los tres retablos barrocos de la capilla, los únicos que no fueron devastados por el fuego durante la Guerra Civil a su paso por Piloña.
Juan Blanco había nacido en San Juan de Berbio, en 1653, y reclamado por un tío soltero, hermano de su madre, partió siendo un adolescente hacia la localidad mexicana de San José del Parral, un lugar en el que las minas de plata se encontraban a pleno rendimiento y estaban controladas por la familia cántabra de los Sánchez Tagle. Utilizando las redes de sociabilidad heredadas de su tío, se convirtió Blanco en propietario de haciendas, abastecedor de carnes, prestamista, capitán de Infantería y alguacil del Santo Oficio, y fue nombrado por Felipe V Alférez Real. Falleció soltero a los 70 años, sin haber regresado nunca a su Piloña natal, y dejó un capital de dos millones de pesos que manejaron sus albaceas testamentarios.
De Llanes era el acaudalado indiano Faustino Sobrino Díaz, quien al fallecer en México a la edad de 57 años, casado y sin descendencia, dejó una mareante fortuna perfectamente distribuida en su testamento. Legó 200.000 pesos para la construcción en la villa de un Hospital y Asilo, que todavía hoy se le conoce con el nombre de Residencia Faustino Sobrino y que abrió sus puertas el 10 de junio de 1894, por lo que el próximo martes se cumplen 120 años de su inauguración.
Faustino Sobrino había emigrado a la edad de 15 años, en 1841, reclamado por sus hermanos Nemesio y Sinforiano. Llevaba 23 años de exitoso empresario en el país azteca cuando, el 18 de mayo de 1865, contraía matrimonio con Isabel de Teresa Miranda y tras ese acontecimiento aumentaba su red de sociabilidad y vinculaciones políticas, personales y financieras. Su suegro, el también llanisco Nicolás de Teresa, estaba casado con Dolores Miranda, hija del cónsul español en México, y su cuñado, José de Teresa Miranda, había tomado como esposa a una hija del ministro Romero Rubio, quien a su vez era suegro de Porfirio Díaz, presidente de México en nueve ocasiones.
El acaudalado Faustino Sobrino también contribuyó a la fundación de un colegio de primera y segunda enseñanza en Llanes, ubicado en el edificio que hoy ocupa el hotel Don Paco. Aportaba 20.000 reales anuales y su hermano Nemesio había donado 400.000 reales antes del inicio de las obras. El colegio abrió sus puertas para el curso 1873-1874 y se mantuvo hasta el año 1936, antes de que el edificio quedara desmantelado en plena Guerra Civil.
El ribadedense Manuel Ibáñez Posada, posteriormente primer conde de Ribadedeva, fue empleado en México de Faustino Sobrino hasta independizarse para forjar un imperio textil y operar en el negocio bancario. Detentaba Ibáñez 1.450 acciones del Banco Mercantil Mexicano, entidad que en 1884 se fusiona con el Banco Nacional para fundar Banamex, del que Manuel Ibáñez se convierte en accionista de referencia y ocupa cargos directivos. Cuando regresa a España, a finales de la década de los ochenta del siglo XIX, varias empresas comerciales, un buen número de fábricas textiles y un gran capital que ponía a préstamo, fueron administrados por su socio Carlos Basagoiti, fundador y presidente del Banco Hispano Americano, desde 1901 hasta 1923.
De vuelta a casa, Manuel Ibáñez costeó de su peculio las obras del cementerio, la traída de aguas a Colombres, la mejora de la iglesia parroquial y los planos y la edificación del edificio consistorial. Falleció en 1891, sin tiempo para ver inaugurada la plaza pública que lleva su nombre por decisión vecinal.
La plaza de Manuel Ibáñez se inauguró en 1898 y la viuda contribuyó a las obras con un donativo de 25.000 pesetas. Es de planta ovalada y está considerada como la más antigua de Asturias entre las que se levantaron con intervención del Ayuntamiento y aportaciones de terreno por los lugareños. En su entorno se colocaron 35 plátanos enanos y 40 farolas en columnas de hierro fundido. La estatua de Manuel Ibáñez, obra del escultor Agustín Querol, preside el espacio.
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